Tomado del semanario Proceso, 2010.
De Samuel Máynez Champion
Se esculpió el abedul y se escarbó el cedro, se lijó la haya y se barnizó el roble, sin embargo, el sonido perfecto que imitara a la voz humana no se conseguía. Muchas tentativas se unieron en cuanto a medidas y proporciones pero tampoco brotaban las sonoridades que le dieran azogue a las almas y retozo a los cuerpos. Declinó el Medievo para que el hombre pusiera la mirada en sí mismo y ahí, casi por azar, apareció la forma. Enamorados de la perfección de su especie, los adeptos a la selección de maderas cayeron en la cuenta que debían encontrar alguna que reaccionara como ellos a los elementos. La experimentación concluyó cuando los lauderos se extasiaron con la pasiva resistencia del abeto y la recia docilidad del arce. Ya para entonces habían agotado las variedades arbóreas existentes en Europa y Medio Oriente. El pino abeto soportaba presión sin sufrir rajaduras, por ende, era apto para las tapas armónicas. El arce se reveló ideal para los costados, el fondo y el mango. No faltó la búsqueda entre resinas y aceites para producir un barniz que resguardara de inclemencias y magnificara la emisión. Incluso Sangre de Dragón trájose de China para elaborar el barniz que convirtiera en joya las pulidas superficies.
Se multiplicaron faenas para localizar aquella madera más pesada que el agua que fuera capaz de soportar la deformación ejercida por dedos ágiles. Todas resentían la usura, hasta que se pensó en el continente negro. En las costas de Gabón se halló el ansiado milagro vegetal. Con el ébano se tallaron diapasones y cordales. Para los paladines cremoneses, el objeto conseguido era insuperable y dieron por bueno su trabajo. No tenían mayores pretensiones para los arcos; les bastaba una simple vara provista con algún tipo de cerda que jalara las cuerdas.
Algún insatisfecho esgrimió dudas sugiriendo ulteriores experimentaciones. Los violines tenían que acoplarse con una pareja que supiera hurgar en sus profundidades para emitir su verdadera voz. Crines de yegua se desecharon por las insinuaciones de un viajero que trajo consigo la crinera blanca de un caballo de Mongolia. No hubo dudas sobre el hallazgo; el sonido se redondeaba y adquiría mayor robustez, no obstante, las baquetas eran aún muy rudimentarias para alcanzar los matices y la veloz articulación que la nueva música estaba pidiendo a gritos. En la punta se malograba el tono y la polifonía se antojaba imposible. La curvatura original de los arcos de caza tenía que evolucionar hacía una impensable forma cóncava que facilitaría el manejo.
Agotada la inventiva de los italianos, hizo su ingreso el refinamiento auditivo de los maestros archetieres franceses para adjudicarse la invención definitiva del arco moderno. Llegaban a Paris grandes cantidades de una madera rojiza de procedencia ultra oceánica con la que se obtenían tintes para telas. Una tromba intuitiva obligo al Mtro. Tourte a pedir una muestra de ese leño extraño para analizar su comportamiento. La madera sobrepasó sus expectativas. Aguantaba el fuego para plegarse y respondía a los impulsos del brazo humano como una prolongación divina. “Eureka” se dijo el archetier sin darle mayor crédito a la procedencia del maderamen.
Una vez más, el Nuevo Mundo entraba al concierto universal de la música sin que le fuera plenamente reconocido. La madera rojiza nace en la región de Pernambuco en Brasil y actualmente está en riesgo de extinción. Sin ella, los esponsales perfectos entre los violines y sus insustituibles consortes serían amasiatos que se difuminan en sonidos mediocres.
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